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Tribuna
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Tutelados

La ‘Ley Mordaza 2.0′ no debe ser entendida como un problema que afecta exclusivamente a los periodistas; a mi juicio es un problema de todos

Reforma de pensiones de Chile

Cada vez que la incómoda verdad amenaza con salir a la luz, el poder político no tarda en diseñar artefactos monstruosos, forjando rápidamente consensos en torno a iniciativas en apariencia ‘bien intencionadas’ que, en el fondo, suponen una ciudadanía infantilizada y carente de autonomía. Esta actitud refleja un sistema político que nos concibe como incapaces de razonar por cuenta propia y revela la persistencia de una visión paternalista del Estado, y es evidencia irrefutable de una forma de autoritarismo anacrónico, disfrazado de protección.

En estos días somos testigos de un intenso debate provocado por una iniciativa legislativa que propone modificar varios artículos del Código Procesal Penal. El proyecto de ley, impulsado por una moción de un grupo transversal de senadores, busca sancionar con penas de cárcel a quienes “difundan” antecedentes de investigaciones penales declaradas reservadas. El problema que se proponen remediar es real: el uso muchas veces sesgado, descontextualizado y arbitrario de las filtraciones en los casos de alta connotación está dotando a los fiscales que lo hacen de un poder desmedido y desbalanceado. Los políticos les temen, el gobierno no puede intervenir y la prensa no los cuestiona, en parte porque son los primeros destinatarios de las filtraciones.

Sus promotores argumentan que se trata de una propuesta orientada a lograr un equilibrio entre la transparencia del sistema judicial y la protección de los derechos fundamentales, y que sus medidas están destinadas a disuadir la utilización política o mediática de los procesos penales. Sin embargo, la iniciativa plantea serias preocupaciones, pues restringe de forma significativa el escrutinio público y el acceso a información de interés general, afectando de manera directa la libertad de expresión, un derecho expresamente consagrado en el artículo 19 de la Declaración Universal de Derechos Humanos.

Este afán legislativo no es nuevo y desde principios del siglo XXI se han conocido intentos de la clase política destinados a “regular el ejercicio de los medios”. Solo como antecedente general, recordemos que recién entre 2001 y 2005 se eliminó progresivamente en distintos cuerpos normativos la alusión al delito de desacato a la autoridad, en especial su tipificación como injurias (leyes 19.733, 20.048 y 20.064). Mucho antes de eso imperó la mordaza feroz de la funesta Ley de Seguridad Interior del Estado, una de las herramientas predilectas de la dictadura para reprimir la disidencia, incluyendo a periodistas, escritores y trabajadores de los medios de comunicación.

Desde otra perspectiva, esta propuesta legislativa no puede entenderse aislada del contexto en el que emerge. Aparece tras una seguidilla de filtraciones que han revelado irregularidades en el uso de fondos públicos, tráfico de influencias y vínculos opacos entre actores políticos y empresariales. Frente a esta exposición, la reacción de parte del Poder Legislativo no ha sido fortalecer los mecanismos de fiscalización interna, sino tratar de cerrar el flujo informativo, criminalizando al mensajero. De manera que lo que está en juego no es solo la regulación del proceso penal, sino el tipo de democracia que queremos habitar: una donde la verdad sea incómoda pero accesible, o una donde el silencio sea legalmente administrado.

Aunque algunos de los impulsores del proyecto han intentado matizar las consecuencias punitivas, el efecto estructural es el mismo: se instala el miedo como barrera previa al ejercicio informativo. Cuando informar implica arriesgar una sanción económica o penal, el resultado no es el orden procesal, sino la autocensura. Y en la autocensura, el poder siempre gana. La idea de que hay momentos donde la información debe ser ocultada “para no entorpecer el proceso” encierra un juicio sobre la supuesta incapacidad del ciudadano promedio de discernir, de entender, de interpretar. Es decir, una forma de tutela sobre la autonomía informativa.

Una sociedad donde la información se administra como un privilegio, en vez de reconocerse como un derecho, es una sociedad donde el ciudadano es un mero receptor pasivo de versiones oficiales. Por eso, el argumento de los senadores respecto de que el proyecto de ley busca proteger la “honra de los involucrados” o la “eficacia del proceso” debe ser analizado con cautela. En una democracia madura, la transparencia no es un riesgo: es un mecanismo de legitimidad; y cuando el sistema falla, el periodismo libre es la última línea de defensa.

Como afirmó recientemente el nuevo director del diario El País, Jan Martínez Ahrens: “Fiscalizar al poder y desconfiar de las versiones oficiales e interesadas (…) son nuestras armas...”. Esta afirmación recuerda que el periodismo no existe para complacer al poder, sino para interrogarlo; de manera que cada ley que restringe, cada código que penaliza, cada amenaza que silencia va construyendo un ciudadano más obediente, más desinformado y, por tanto, menos libre.

Así, la Ley Mordaza 2.0 no debe ser entendida como un problema que afecta exclusivamente a los periodistas; a mi juicio es un problema de todos. Porque cuando informar se convierte en delito, lo que desaparece no es solo una noticia, sino la posibilidad de comprender, de deliberar, de actuar como ciudadanos. La libertad de prensa no es un accesorio de la democracia: es su columna vertebral. Y cuando esa columna se debilita, lo que queda no es orden. Es tutela. Y una sociedad tutelada no discute, no exige, no decide. Solo obedece.

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