Un viaje alrededor del mundo sin salir del ‘hall’
Björk protagonizó una sesión ecléctica que al final dejó bailar

El escenario parecía una parcela del Mato Grosso. Decenas de plantas lo decoraban meciéndose bajo el efecto de la brisa generada por el aire acondicionado, único elemento artificial en un contexto en el que sólo faltaba Tarzán. Que Sergi Caballero, el director más bizarro del Sónar, se hubiese personado allí en taparrabos habría resultado excelso. Pero no, el protagonismo esta vez era para Björk, que vestida de blanco, con un sombrero deshilachado también blanco y un vendaje que sólo descubría ojos y el pertinente agujero para la boca, parecía un personaje fantasmal de “Piratas del Caribe”. Era el inicio oficial del Sónar 2.017 en el escenario Hall. Allí, durante cuatro horas la diva islandesa iba a seleccionar para el público que llenaba el recinto la música que más le motiva e interesa.
Y pese a los deseos del público, capaz de bailar con un solo de samisén, el ritmo pautado de la música de baile iba a ser el gran ausente, al menos hasta bien sobrepasada la mitad de la sesión. Con el público mirando al escenario magnetizado por la presencia de la diva visualmente eludida, los primeros compases de la sesión fueron paisajísticos, marcados por pianos y cuerda, para dar paso a un Robert Wyatt igualmente plácido, e incursiones en la electrónica inaprensible de Arca, uno de sus colaboradores y también estrella del festival en la jornada del jueves. Este hecho, que a las primeras de cambio sonase el artista venezolano, garantizó que quien estaba tras el vendaje era Björk y no una mujer bajita de panorámicos gustos musicales. Y es que en el mundo de la electrónica la identidad es tan escurridiza que todo es conjeturable.
El público miraba a escena aunque ya no hubiese nada que mirar, en el supuesto de que la mayoría de los allí presentes no fuesen botánicos. Y por eso, por las miradas del personal a la maestra y por la imposibilidad de bailar, aquello parecía más bien una lección de música. Björk demostró gusto y amplitud de miras, pero su técnica no es tan fina como su intuición y la superposición de temas y los cambios de orientación no siempre resultaban fluidos. En la primera hora sonó folclore ignoto, música india y polifonías vocales, ante un público que aguardaba educadamente poder asirse a un ritmo, no importa cuál. Algunos, cosa insólita, ya estaban tumbados sobre la moqueta, como si el festival ya estuviese concluyendo. Otros le daban al Shazam para que la aplicación les reconociese lo que sonaba.
La sesión avanzó confirmando que tal que el wasabi limpia la boca para prepararla para nuevos sabores, unos pajaritos enlatados auguraban un cambio de dirección sonora. La segunda hora ya tuvo más personalidad electrónica, con sonidos experimentales y abstractos que frustraban la danza, algo en sí mismo interesante: una sesión no bailable resulta sugestiva por apelar más a las neuronas que a los pies. Hubo un coqueteo con el dub, y sus bajos y sub-graves hicieron temblar las cortinas que decoran el espacio. Al poco sonó de nuevo Arca, al menos lo haría otra vez más, reafirmando que a Björk le fascina su originalísima electrónica. Más tarde entraría África, la única música negra que había sonado hasta bien mediada la sesión, más música de la India y de nuevo electrónica perfil IDM; o lo que es lo mismo, sonidos experimentales con ritmos fracturados. Björk en plan Phileas Fogg como disc-jockey: un paseo errático por el mundo a través de sus sonidos. El Sónar ya fluye.
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