Libélulas
"Lo que más añoro del mundo tal como era antes es la fe ciega y peligrosa que teníamos todos entonces en la posibilidad de cambiarlo"
En verano la gente lee la prensa de un modo distinto a como suele hacerlo durante el invierno. No tendría porqué ser así, pero lo es. Una tiende a creer ingenuamente que las vacaciones son una tregua en medio de la batalla, un tiempo para caminar descalza por la casa, colgar toallas y bañadores en el tendedero de la terraza, poner flores en la mesa de la cocina y leer a Conan Doyle. No se trata de una creencia asentada en datos científicos, desde luego, pero a todos nos gusta hacernos ilusiones.
Otra ilusión que los españoles hemos recuperado con la crisis es lo de volver de vacaciones al pueblo, en lugar de viajar a las Islas Marquesas, por ejemplo. Regresar al sitio donde uno ha nacido, es un ejercicio de nostalgia que entraña ciertos riesgos colaterales. Por otra parte, lidiar con el pasado constituye un efecto secundario de la práctica del periodismo y de la vida en general. No es grave, salvo en casos extremos.
Todos acumulamos un montón de recuerdos que ni siquiera sabíamos que teníamos, hasta que un día aparecen por la tangente como los pistoleros de las novelas del oeste y te dan que pensar. Yo me acuerdo, por ejemplo, de cuando las señoras tenían la costumbre de ir a la peluquería a hacerse la permanente, (esa palabra tan enigmática), de las tostadoras de pan que duraban toda la vida, del primer verano que me dio por llevarle la contraria a todo el mundo porque acababa de cumplir trece años como razón de peso. Me acuerdo del timbre de los teléfonos antiguos, de las primeras pizzerías, de cuando los hombres sellaban las paces dándose la mano y eso tenía valor de ley. Me acuerdo de cuando los partidos políticos de izquierdas eran de izquierdas, de cuando mis hermanos jugaban al fútbol en la playa, marcando las porterías con los jerséis, igual que los críos que el otro día estaban echando un partido en la arena mojada de la Franja de Gaza y un misil cayó sobre ellos como una lluvia de hierro enviada por el Dios implacable del Sinaí, al que nadie se atreve a pararle los pies.
Hay que tener en cuenta que en verano los artículos de opinión también se escriben en cierto estado de pánico, oscilando entre el pesimismo intelectual y el entusiasmo por la vida, propio de la estación. Dejo el periódico sobre la mesa y pienso en todos los recuerdos que drenan el cielo nocturno desde que el hombre pisó la luna: los discos de vinilo con canciones de esperanza, el sentido insobornable de la justicia, Marlon Brando en Viva Zapata… Me acuerdo sobre todo de las libélulas que traían buena suerte si te aterrizaban en un brazo y pedías un deseo antes de que echaran a volar. Pero lo que más añoro del mundo tal como era antes es la fe ciega y peligrosa que teníamos todos entonces en la posibilidad de cambiarlo.
En verano una va pasando por las distintas secciones del periódico con expectación y misterio como quien recorre la vida sin saber a qué carta quedarse. Lo normal es dudar entre echarse al monte o mandarlo todo al garete, pero también queda la opción de tomarse una aspirina. Algunas mañanas creo que abrimos el periódico sólo para encontrar nuestro lugar en el mundo y recordar aquel tiempo en que avanzábamos por la vida bajo el canto jurásico de las cigarras, convencidos de que nos dirigíamos de una manera segura al corazón venturoso de un verano feliz. Como las libélulas.
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