Dos vestidos distintos
Falete muestra con todo el poderío de su voz su lado más grotesco y su arte

Omitamos el asunto de los oropeles. Dejemos al margen esa túnica blanca con incrustaciones, las uñas nacaradas, los pendientes de genuina folclórica. Aceptemos con naturalidad las ambigüedades perfectamente legítimas, aunque la explotación pública de novios, rupturas, secuestros y demás truculencias no lo sea tanto.
“Yo podía presentarme al programa ese de La Voz”, se guaseó anoche Falete en La Latina, y no le faltaba razón. Arrasaría. Ese teatro es un espacio nada desdeñable, pero al artista sevillano le sobraba a menudo el micrófono para hacerse oír. Es indiscutible dueño de una voz poderosísima, abrumadora. También le sobraban algunas otras cosas. Ciertos tics. Y, en honor a la verdad, unos cuantos decibelios.
Con la platea casi llena y el público entregado de antemano (“¡Monstruo!”, “¡No se puede tener más poderío!”, “¡Su Majestad!”), Falete dividió su actuación en dos partes. La primera, la del vestido blanco, se centró en su reciente disco (Sin censura) y no eludió un solo tópico sobre pasiones desaforadas y quebrantos inapelables. Malo es el desamor; peor aún, recibir un guasap que anuncie: “Te amaré como jamás nadie te amó, seré tu sombra y tu luz”. Los cinco músicos, incluido el batería, no levantaban la vista de las partituras, y los pasajes de teclado remitían a las galas en Torrelodones. Era el reino de la desmesura: las dedicatorias a la madre, los palmetazos en el suelo, el aporreo del piano.
Todo mejora sustancialmente en la segunda mitad, la del vestido negro y azul con grandes flecos. La batería se transmuta en cajón y entran dos palmeros; uno, el jovencísimo José Ramón Ramos, de voz bien hermosa. El guitarrista deja de sufrir y se arranca por bulerías. Y Falete se muestra libre, diferente y orgulloso (“hay que llamarse Falete o llamarse Lola Flores”), pero también genuino, centrado, alguna vez brillante. Menos arrollador; mucho más emotivo.
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