'Star trek'

Me entristeció leer que había muerto a edad provecta Leonard Nimoy. No tengo reparo en confesar que fui seguidor de Star Trek, en la que su personaje era elemento esencial. Nunca me disfracé ni asistí a un congreso de trekkies, pero creo haber visto casi todos los episodios de las primeras temporadas, y algunos varias veces. Star Trek era una serie de ciencia ficción, a medio camino entre las películas de piratas y los viajes de Gulliver, con una cierta originalidad y una leve carga de filosofía barata. En una época en que los viajes espaciales formaban parte del imaginario colectivo, Star Trek escenificaba el inofensivo dogma de que cualquier forma de vida similar a la humana que no estuviera organizada sobre los mismos parámetros era moralmente inadmisible y estaba condenada al fracaso. La tesis se podía extrapolar al modo de vida americano y otros sistemas sociopolíticos, pero la cosa no llegaba a tanto. Eran aventuras de un grupo virtuoso y amigable, en el que estaban representadas varias razas humanas. Y el señor Spock. Mestizo de humano y alienígena, mejor dotado en algunos aspectos, pero con carencias emocionales que impedían su integración, era aceptado y querido en la medida en que obedecía sin rechistar y aceptaba las peculiaridades de los demás sin tratar de imponer las suyas, más pintorescas que impertinentes.
Como homenaje he vuelto a ver un par de episodios de Star Trek. La experiencia no ha sido buena. Siempre pasa lo mismo al revisar series que fueron populares unas décadas atrás. Supongo que dentro de otras décadas las series que hoy nos maravillan darán risa, no a nuestros descendientes, sino a nosotros mismos. Viendo Star Trek me pregunto por qué los argumentos de entonces hoy resultan tan ingenuos. No era ingenua una época sumida en sórdidas guerras, al borde de una conflagración nuclear y sobre la que se proyectaba la sombra de Auschwitz. ¿Es posible que fuera ingenua nuestra percepción del mundo; que todavía albergáramos la esperanza de que finalmente reinarían la concordia y la justicia? ¿Éramos más tontos? Yo no. Ni el público medio era más estúpido que el que hoy devora telebasura. Es verdad que en los viejos episodios de Star Trek los efectos especiales eran rudimentarios y que las mujeres paseaban por el espacio con minifalda, el pelo lacado y pestañas postizas, una moda que, a juzgar por los inesperados encuentros con otras razas y civilizaciones, coincidía con la última moda en las más remotas galaxias. Pero esta explicación no hace más que complicar la cuestión. ¿Por qué cambia el canon de la belleza e incluso el canon de la verosimilitud? Mejor dicho, ¿por qué cambia en unas ocasiones y no en otras? Quizá la diferencia entre la cultura pop y la verdadera cultura sea eso: el envejecimiento. No la obsolescencia del contenido ni de la imagen, sino la caducidad del pacto que se establece entre el fabricante del producto y su destinatario. Yo me creo lo que tú me vendes y tú a cambio no me complicas la vida.
Dudo que esta profunda meditación la realizara Leonard Nimoy mientras repasaba el guion en la sala de maquillaje, donde le colocaban sus orejotas puntiagudas. Leonard Nimoy solo era un actor. Un buen actor, quizá no en el sentido que habitualmente damos a este calificativo, pero sí en un sentido clásico del término. Alguien capaz de hacernos suspender el juicio durante un rato. Un rato que a él le ha acompañado hasta su muerte. La mayoría de periódicos han informado de la muerte del señor Spock o han reproducido la imagen del actor caracterizado de señor Spock. Su triunfo y su fracaso. Lo que pudiera haber de absurdo en su apariencia, en su vestuario y, sobre todo, en las cosas que hacía y decía, él sabía revestirlo de una capa de credibilidad. Una capa hecha de un material noble pero tan endeble que al cabo de unos años se deshilacha y solo deja la nostalgia del tiempo perdido. No en el sentido de Marcel Proust, sino en el de perder del tiempo delante del televisor
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