La Mancha húmeda, destrozada
La Mancha húmeda, denominación utilizada habitualmente para designar el conjunto de lagunas, tablas y desbordamientos de ríos de la cuenca alta del Guadiana constituía hasta hace algunos años uno de los principales lugares de la península Ibérica donde se podía observar la belleza de gran cantidad de aves acuáticas y otras especies ligadas a este tipo de hábitat. Ello condujo a que fuera declarada zona húmeda de importancia internacional dentro del convenio de Ramsar, reserva de biosfera por el programa MAB, de la Unesco, y a que en su seno se crearán el parque nacional de las Tablas de Daimiel y el parque natural de las Lagunas de Ruidera.Desgraciadamente, esta multitud de títulos, como ocurre con cierta frecuencia, no ha sido suficiente para evitar fa continuación de su dramático deterioro, cuya muestra más llamativa es la situación de las propias Tablas de Da¡miel, completamente, secas a lo largo de los últimos tres años, salvo en pequeños reductos y durante cortas temporadas en primavera.
Para muchos de los implicados, esta situación no sería más que la consecuencia, acelerada por los efectos de la sequía, de una opción a favor de la ampliación de los regadíos y, por tanto, del desarrollo de la región, frente a la conservación de la naturaleza. En este sentido, por lamentable que pueda ser, habría que aceptarlo como un mal menor, como un caso típico de incompatibilidad entre desarrollo y protección del medio natural.
Para los partidarios de esta tesis, la única política realista sería, pues, centrar los esfuerzos en la reinundación del parque nacional (1.900 hectáreas), como muestra representativa, de las más de 30.000 hectáreas de humedales existentes hace algunas décadas, abandonando cualquier veleidad de conservación del resto, que se ría definitivamente destinado a usos agrícolas o urbano-industriales.
Las cosas, sin embargo, no resultan tan sencillas, y el esquema simplista de contraponer la conservación de los humedales al uso agrícola del agua y del suelo resulta insostenible, en particular en un área como ésta, donde la relación entre aguas superficiales y subterráneas, entre acuíferos, ríos y humedales, es tan estrecha que toda acción de cierta envergadura desarrollada en un punto repercute en el conjunto del sistema.
Dentro de este marco, y aun prescindiendo de los aspectos faunísticos y paísajísticos de los humedales, habría que recordar -como reconocen incluso algunos organismos oficiales- que el que los Ojos del Guadiana no arrojen ya agua no es más que un indicador del grave descenso del nivel de las aguas subterráneas del sistema acuífero 23, el mismo que abastece los centenares de pozos de la zona y, por tanto, el preludio del colapso de la propia agricultura de regadío de estas comarcas.
Del mismo modo, el desecar humedales o contaminar las aguas de la zona alta de la cuenca repercutirá, como ya ocurre, en la calidad de las aguas del conjunto y en el equilibrio de todo el sistema hídrico.
Por ello el grave atentado cometido en la laguna de Alcázar de San Juan -desecada y transformada en vertedero- o el reciente y demagógico intento de acabar con las lagunas conservadas o rehabilitadas por particulares en las cercanías de Quero, no sólo no son un sacrificio necesario en favor de la agricultura y de la supervivencia de las Tablas de Daimiel, sino que son amenazas a sumar a las excesivas extracciones de aguas subterráneas, causa central incuestionable de los problemas existentes.
La salvación de las Tablas de Daimiel, la persistencia de los usos agrícolas y ganaderos de la zona y la conservación de la inmensa riqueza natural y cultural de los humedales de toda la cuenca alta del Guadiana, no sólo no deben contraponerse, sino que implican una planificación conjunta y complementaria de su uso y gestión, corrigiendo los errores del pasado y evitando concesiones fáciles y políticas de avestruz de las que todos nos lamentaríamos a corto plazo.
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